El café frío, el
pan duro, la chica junto a la ventana, el silencio justo a su lado, las
telarañas en el techo, el pelo largo que le cae por delante y por detrás de sus
hombros, ni un solo mechón sobre su rostro.
Hace
una hora que espera. Ni el vidrio le devuelve el reflejo. Una araña se digna a
bajar desde el techo para posarse en su hombro.
No va a venir.
Lo sé.
Como no vino ayer.
Lo sé.
Ni ningún día desde hace dos meses.
¡Lo sé!
¿Y por qué lo esperas?
No sé.
¿Por qué lo esperas?
Todos los demás están muertos. No queda nadie
más.
Eso no es cierto.
Lo es para mí.
¿Entonces?
“¿Entonces?” ¿Qué?
Nada.
No tenés mosquitos para comer allá arriba.
Digo, en vez de molestarme.
No, no, ya cené.
Son las tres de la tarde.
Los humanos tienen los horarios más raros del
mundo.
Ambos
miran por la ventana.
¿Estás seguro?
Sí.
No va a venir.
No.
Lo sabía…
Lo sé.
Lo sabía. ¡Lo sabía! ¡LO SABÍA!
Golpea
la mesa con la palma de la mano.
Lo sabía…
¿Qué vas a hacer?
Nada. Están todos muertos.
Vos los dejaste ir.
¿Por qué la conciencia de pinocho era un
grillo?
Un error de interpretación, supongo.
Entiendo.
Vas a estar bien.
Sí.
Hasta mañana.
Chau.
El
café frío, el pan duro, la mesa sola, las telarañas y el silencio por todos
lados.
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