PROLOGO.
Se subió el cierre de la campera y se quedó mirando el vapor que salía de su boca. Estaba nublado y hacía bastante frío. A pesar de que los pibes habían empezado el reparto, todavía quedaba un gran número de diarios sobre los tablones. Empezó a acomodar todo para abrir el puesto. Hacia poco que laburaba como canillita. La primera parte era la más tediosa, pero una vez que estaba todo en su lugar, era un trabajo relajado. Tomar mate, hablar y atender a la gente. Leer. Leía mucho. El diario, revistas, libros, historietas. A veces también escribía en los días de lluvia, cuando la clientela era poca. Solía escribir los sueños que había tenido, todo lo bien que se lo permitía su memoria. Lo que no se acordaba lo inventaba. Pero no había escrito su último sueño, ni el sueño anterior, ni el anterior. En realidad todos eran el mismo sueño. Aunque sería mejor llamarlo pesadilla. Se repetía una y otra vez, noche tras noche. Aterradora, terrible. Recordaba perfectamente el brillo que lo cegaba. El calor creciente. Y el dolor. El dolor que le producía que cada centímetro de su piel se brotara de ampollas para luego derretirse. No podía dejar de recordar que la mezcla de piel y músculos en estado viscoso caía al suelo mientras sus huesos se prendían fuego, para luego despertar, sano y salvo en su cama. Así cada vez. Terminó de colgar los fascículos. Revisó que todo estuviese en su lugar y pasó un plumero sobre las revistas para sacarles el polvo acumulado. El espacio dentro del puesto era reducido, pero no sin comodidades: bidón de agua, una pequeñísima heladera, un aire acondicionado, una pequeña pileta para lavar las manos, y una pava eléctrica. El mate era infaltable, tras la apertura era lo más importante del día. Lo preparó con esmero, mientras escuchaba las primeras gotas caer sobre el techo metálico. Día de escritura pensó y se tomó el primer mate. Buscó el cuadernito entre los papeles. Dio vueltas las páginas, pasando entre letras y sueños hasta la primera que estaba en blanco. Se sorprendió al notar que el último sueño escrito era de tres meses atrás. ¿Tres meses? ¿Hace tanto que tengo ese sueño? Se encogió de hombros. Lo había hablado con unos amigos. Se repiten tanto porque los bloqueas dentro tuyo, no los dejas fluir, le había dicho uno que se la daba de filosofo de bar. Siempre escribís tus sueños, y este no lo hiciste, concluyó. No le parecía que tuviese mucho sentido pero probar no le costaba nada, de todas maneras no podía dejar de recordarlo. Sacó su lapicera tipo pluma de su bolsillo y con una caligrafía casi afeminada empezó a escribir:
Me encontraba en un gran parque sin árboles, hacía mucho calor, el color verde del césped se veía extraño…
Se detuvo. Un cliente lo llamaba de afuera. Buenos días, lo saludó. No era un habitual, pero habiendo tantos hoteles en la zona no le extrañaba ver clientes nuevos cada día. Lo que sí le llamó la atención fue el atuendo del hombre: ambo negro, corbata negra, camisa blanca, pantalones y zapatos negros. Su rostro anguloso iba con su físico extremadamente delgado y el sombrero bombin parecía ser una continuación directa de su cabeza, sin el cual, su sesos quedarían a la intemperie. A pesar de no llevar paraguas se encontraba completamente seco. El hombre lo saludo con un gesto de su cabeza y se adelantó hacía él. Algo en su avance hizo que se asustase y el diariero se corrió de la puerta de un salto. El hombre del ambo entró al puesto ignorándolo y entró tras él. Se encontraba leyendo el cuaderno de los sueños. Disculpe usted no puede entrar, le dijo de manera autoritaria pero sin estar muy seguro de que eso fuese cierto. Esto lo escribió usted. El diariero contestó que sí con la cabeza, aunque no hubiese sido una pregunta. El hombre del Bombin no hizo más que mirarlo, pero su mirada lo decía todo. El diariero salió corriendo del puesto. Si llegaba a la esquina y doblaba se encontraría con el policía apostado en la embajada y ahí estaría a salvo. El piso mojado lo hizo patinar más de una vez. Al llegar a la esquina miro hacia tras, el hombre del bombin lo miraba desde la parada de diarios, sin intentar perseguirlo. Ya estaba a salvo, el policía lo iba a salvar. Pero el policía no estaba, en su lugar se encontró con el hombre al que había dejado atrás. ¿Cómo es posible? No puede ser, se repetía a si mismo. Giró para huir nuevamente, sabiendo que era inútil, pero aún así lo intentó. No avanzó dos pasos que golpeó con ese hombre. Delante y detrás suyo se encontraba el hombre del bombin, o más bien dos hombres exactamente iguales en cada detalle de su ser. El diariero sabía que no eran hermanos, si no la misma persona. Sabía que estaba muerto. No gritó, nadie iba a escucharlo. Sabía, en el instante final, que murió por el pecado de soñar con un mundo que ya no existía
Una vez cumplido su cometido, los hombres se miraron a los ojos. Dos en un mismo ciclo, se dijeron. Algo está pasando, se contestaron. No se sabe quien habló primero y quien contestó después. Tal vez fue todo al mismo tiempo. El blasfemo, afirmaron. Y se fueron cada uno por su lado.
En el puesto, las hojas de los diarios y las revistas pasan acariciadas por el viento. Dentro solo falta el cuaderno. El mate recién servido humeaba esperando.