Tan confiado estaba en que ella se quedaría con
él para siempre jamás que ni le había preguntado el nombre. O sea ¿Cuántas
veces, en la vida del príncipe heredero del mayor imperio que haya conocido la
humanidad, podía cruzarse con la doncella de su vida en una fiesta repleta de
pretendientes poco interesantes? Al menos dieciséis. Diecisiete si contamos
aquella ocasión en que resulto ser un… dejémoslo ahí. El príncipe no quiere
hablar de eso. Pero ¿en cuántas de esas ocasiones la doncella se había ido corriendo
al reloj tocar las doce, justo antes de la fiesta carioca? Sólo una.
“¡Inaudito! ¡Inaceptable! ¡Inad… Inad…Inad…!” intentó gritar el príncipe.
“Inadmisible…” le susurro al oído una pretendiente que se negaba a aceptar el
rechazo. “¡Eso!” gritó el príncipe, rindiéndose ante la idea de poder
pronunciar algunas palabras demasiado complicadas.
En ese
momento fue cuando un guardia le señalo, alarmado, un objeto que brillaba en el
suelo. Era un zapato de cristal, pero no cualquier zapato de cristal, no, era
el de la doncella que había hechizado al príncipe con sus rulos negros, sus
ojos adornados con largas pestañas y un vestido azul que insinuaba un poco
menos de lo que mostraba. El príncipe corrió hacia aquel zapato pensando que
podía ser la solución para sus problemas: “Aquella muchacha a la que le entre
este zapato, será mi princesa” exclamó. Como es evidente, no tenía una gran
memoria visual, al menos no podía distinguir las caras de las distintas mujeres
que solían ocupar su vida… y sus manos. Tampoco era muy listo, como lo demostró sutilmente el zapatero
imperial que justo pasaba por allí. “¡Pero no seas bruto, por Dios!” Así, a
ojímetro no más, te digo que ese zapato es un 37… 37 y medio… ¿sabes cuantas
mujeres usan ese talle en el reino?” “un 72% aproximadamente” dijo el estadista
oficial, que surgió detrás del zapatero. “Gracias” dijo el primero. “De nada” le contestó el último, con una
reverencia.”¡Qué les corten la cabeza!” gritó el príncipe por completo enojado.
Solución que usaba su abuela para todos sus problemas.
La fiesta
continuó, el príncipe ahogo sus penas llevando a algunas damas de compañía a
sus imperiales aposentos. Tras una noche de lujuria, agotadora para el heredero
al trono, fingida para ellas, todos esperaban que se hubiese olvidado de la
enigmática mujer. Pero no, al despertarse se encontró pensando en ella. Tal era
su obsesión que no lograba prestarle atención a las palabras de los consejeros
reales que intentaban advertirle algo que parecía de suma importancia, pero
lejano ante la imagen de aquella belleza.
Necesitaba
encontrarla ¿pero cómo? Llamó a muchos especialistas, magos, adivinos, al
servicio secreto de su majestad imperial, incluso a Jorge Rial. Se planearon
más fiestas y se empezaron a buscar dobles para distraer al príncipe, que
suspiraba y suspiraba por su amor perdido.
“No escatimaré en gastos hasta encontrarla” sentenció en una transmisión
de cadena nacional.
“Gastos, su
majestad, gastos. De eso quiero hablarle hace días y semanas” fue escuchado al
fin el consejero de la moneda. “Sí, gastos. Gastaremos todo lo que sea
necesario de mi infinita fortuna”. “Bueno, señor, es que de eso se trata. Su
infinita fortuna ya no es tan infinita”.
La información, que tardó unos 30 segundos en llegar al cerebro del
príncipe, casi le da un sincope, corrió hacia la biblioteca, movió los libros
correspondientes, camino por el pasillo correcto del laberinto y bajó las
escaleras de “incontables escalones” y por fin llegó a la bóveda del tesoro que
lucía considerablemente reducido y presentaba un poco fuera de moda
boquete. El consejero de la moneda le
entregó una nota:
“Querido príncipe, muchas gracias por
el baile, realmente no hacía falta que lo distrajera, pero fue divertido.
Mientras nos entreteníamos meneando las caderas mis compañeras se encargaron de
vaciar gran parte de su tesoro. No se gaste (¿Entiende el chiste?), no
volveremos a encontrarnos.
Sinceramente no suya.
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