Aunque el mortero había explotado bastante lejos de él
una esquirla perdida le había atravesado el tobillo, rompiéndole los tendones. Estuvo
los últimos meses hospitalizado, mucho más de lo necesario para darle el alta
por su pie y ni hablar del corte profundo que se hizo en la frente al caer. Pero
su caso había quedado perdido entre los papeles y la burocracia y el tiempo
pasó lento. Ahora se encontraba sentado en un tren camino a su pequeño pueblo
natal rascándose la cicatriz de la frente que no dejaba de latirle. Se encontraría
con los brazos y lágrimas de su madre y la
mirada, por fin orgullosa de su padre.
John
Smith no era lo que uno diría precisamente un lindo pibe, más bien todo lo
contrario. Sus orejas eran demasiado grandes y su nariz demasiado pequeña, sus
ojos estaban un algo juntos y si uno prestaba atención, se daba cuenta que no
miraban para el mismo lado, lo cual ayudaba a poner incómodos a los demás cuando lo observaban. La cicatriz en la
frente no ayudaba a embellecerlo, encima cada vez que se ponía nervioso se
pasaba el dedo por allí para tranquilizarse, darse suerte, decía. Todo eso se
vio modificado al llevar con honra el uniforme de veterano de guerra con su
medalla al valor, de la cual estaba más orgulloso
el padre que el hijo. Las mujeres le prestaban más atención, le ofrecían tragos
y algunas otros favores, que él nunca se atrevió a declinar. Por respeto, por
supuesto. Lo cierto es que también tenía ayuda de los demás jóvenes del pueblo.
Casi no había ninguno. La mayoría estaban en el frente de batalla y a veces la
soledad es madre de la necesidad.
Podemos
afirmar que la vida de John Smith no tenía nada para destacar excepto sus
orejas. Hasta que una tarde conoció a una muchacha recién llagada al pueblo.
Ella, con su simpleza, su cara pecosa y su cintura rellenita, lo enamoró de inmediato.
Era un amor real que superaba cualquier posibilidad de lujuria con chicas más
bellas y sensuales. Al poco tiempo se casaron compraron una casa en las afueras
y él abrió su propio taller mecánico para grandes vehículos del campo. Les iba
muy bien, había comenzado sus estudios de ingeniería antes de la guerra y a eso
se dedico mientras estuvo en el frente. La búsqueda del preciado primogénito
tampoco represento problema para los Smith, al mes de empezar a buscarlo, ella quedo
embarazada y a los nueve meses pasaron dos cosas extraordinarias: Nació Samuel
y el mismo día al fin acabó la guerra.
Esa noche, ya en su casa, John Smith se miró al
espejo al salir de la ducha. Buscaba confirmar cuanto había crecido, ver en él que
ya era un padre, un marido, un hombre. Pero lo que encontró le hizo temblar las
piernas. Se sintió de nuevo ese joven llorón que seis años atrás había partido
hacia otro continente para pelear en una guerra que no entendía. En su frente tenía
un corte que el tiempo ya había cicatrizado. Sangraba, si es que eso podía
llamarse sangre. Tenía aspecto de gelatina diluida. Le latía la cabeza, como si
le hubiesen atravesado la frente con un punzón.
John se pasó la mano por la
cicatriz, por su amuleto de la suerte y no encontró nada, su mano estaba seca, sin rastro alguno de la
sangre que veía en su propio reflejo. Estas muy cansado, fue un largo día lleno
de emociones se dijo a sí mismo y se fue a dormir. No sin antes detenerse
frente al catre y dedicarle varios minutos a deleitarse la vista con el pequeño
Samuel. Aún así se durmió con la sensación de que algo era diferente.
Al otro
día lo esperaban más sorpresas. En su taller se encontraba un hombre de gran
tamaño y facciones cuadradas. Era el arquetipo del soldado y también su mejor
amigo y comandante, al que había dado
por muerto el mismo día que había explotado el mortero que lo mandó a casa. También
lo había hecho el enemigo, le contaría más tarde una vez sentados en un banco
del taller y compartiendo una petaca. Le
contó que cuando tomaron la trinchera lo
creyeron muerto y lo dejaron entre otros cuerpos. Él aprovechó la confusión y se fugo tras líneas
enemigas. Logró conseguir ropas de civil y refugiarse en un pueblito olvidado
hasta por la misma guerra. Su excelente alemán lo ayudó, pero no lograba
engañar a nadie, todos sabían de donde provenía. Pero no les importó. Aceptaron
su presencia y muy pronto se dieron cuenta que sería de gran ayuda en muchas
tareas y sobre todo, en la protección del pueblo. Se encontró tan a gusto allí
que se casó con la hija del panadero y cuando la guerra se puso a favor de los
aliados se encontró de nuevo del otro lado de las líneas enemigas, sin esperar
se puso en contacto con el ejercito y dio parte de vida. A los pocos días la
guerra terminó el ya había llegado la
noche anterior a encontrarse con su
mejor amigo y compadre. Se permitieron un momento de sensibilidad de esos que
solo se permiten los hombres cuando
nadie los ve. Se abrazaron y lloraron por largo rato. Cuando las lagrimas se secaron,
cada uno partió a atender sus obligaciones, uno a su mujer extranjera que a
pesar de sus intentos no hablaba una pisca de nada que no fuese alemán y el
otro a su hijo recién nacido. Pero antes de irse el comandante le señaló a John
la frente. Esa es una herida muy fea, deberías hacértela revisar, le dijo su
amigo y John se tocó donde lo señaló y su mano se manchó con una sustancia
gelatinosa que no era sangre. Luego vio como su mejor amigo se alejaba hacia al
pueblo sin volver la mirada hacia atrás. John sintió que algo se iba con él.
Corrió hacia su casa,
subió de a dos en dos los escalones hasta su habitación, y encontró a su mujer
dándole de comer a su hijo. Respiró aliviado, pero solo por un instante. Luego
se acercó lentamente hasta abrazarla. Quiso besarla pero no pudo, algo extraño
pasaba, no era la misma mujer que esta mañana. Sí, estaban sus pecas y su
figura redondeada, pero algo había cambiado, ya no podía besarla. Su hijo
también parecía diferente. ¿Siempre había sido tan feo? Lo extrañaba que algo
tan pequeño y débil pudiera estar vivo. Su mujer lo abstrajo de sus pensamientos y le dijo que
vaya al baño a curarse el feo corte que tenía en la frente. Corrió al baño y
allí estaba la herida, más oscura, más viscosa, más gelatinosa. No se tocó, no
hacía falta. Estaba seguro que eso no era sangre. Miró de nuevo a su esposa y
al pequeño Samuel. Estaba seguro. Era algo vivo…
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