Gabriel golpeaba el cuchillo contra
la vieja heladera. Por suerte estaba solo. Ella le habría
censurado ese “ruidito molesto”. Se rió entre lágrimas.
Lágrimas por su ausencia. Lágrimas
por su presencia en todo lo que hacía.
Ninguno de sus primos se animó a
acompañarlo. “Bah, no es que no se
animaron, les importa un bledo lo que hay dentro de la casa” le había comentado
a su mejor amigo “Solo cuanto van a poder sacar por la venta”.
Se encogió de hombros, mejor estar
solo que con esos tipos. El qué había pasado toda su vida entre estas paredes
había sido él. Ahí nació, ahí, en ese cuarto, el de las paredes celestes. Y por esa puerta vio irse a la espalda quien
le dio a luz, para no volver. Pero,
mientras la puerta se cerraba, unas manos, sus manos ya algo arrugadas, se
acercaban para abrazarlo.
Se durmió en
esa cama que había sido suya durante tantos años. Soñó con las tortas, con los
tangos y boleros, con sus manos acariciándole la cabeza. Y mientras dormía las
lágrimas se fueron y una sonrisa afloró en el rostro. Se despertó tarde, se
sentó y por algún motivo las piernas no le llegaban al suelo. Con un
saltito fue hacia el baño. El picaporte
y la llave de luz estaban más altos de lo normal. No llegó a prender la luz que lo asustó un ruido que llegaba de
la cocina. ¿Un ladrón? Salió corriendo. Tropezó con un mueble que hacía años
que no estaba ahí. Atajó la lámpara y se quedó quieto. Escuchó un bolero, un
bolero cantado con esa voz tan bajita como ella y luego la vio batiendo huevos y con todo listo
para marinar las milanesas.
Abuela.
Dejó caer la
lámpara al suelo. No escucho el estruendo, ni se percato de los vidrios rotos
cuando camino hacia ella.
Abuela.
Y ella corrió
hacia él y lo levantó en brazos como si no tuviese treinta y dos años
-¡Gabito! ¿Pero que haces, ché? ¡Tené cuidado!
-¡Abuela!
-¿A ver esas patitas? No te
cortaste de casualidad. Ya está, no pasó
nada, deja de llorar y explicáme que hacías con esa lámpara en mano.
-¡Abuela!
-¿Otra vez jugando a esa película que dan en el cine? Me parece muy
violento que un chico juegue a esas cosas.
Y al fin se vio
al espejo, chiquito, con los rulos largos, sin el corte en la frente. Y
entendió que era un recuerdo. Ella le lavó la cara y él por fin dejó de llorar.
-¡Pero…! Si me abrazas así de fuerte me vas a ahorcar. Veni, contáme
que pasa.
Se sentaron en
ese sillón, que era para uno sólo pero que fue siempre para los dos. Gabriel se quedó abrazándola, sintió su piel,
el pulóver que usaba para cocinar en invierno, su corazón. Y luego de un largo
silencio, la miró y ella supo que era algo serio. Y supo que no era su pequeño
Gabito, sino que era Gabriel.
-Abuela, ¿qué pasó con mi papá?
-La verdad es que no lo sé. Creo que tu mamá no le dijo que estaba
embarazada de vos.
-¿Pero sabes quién es?
-Sí. Se llama Juan Manuel
Duarte. Si buscas en el sótano vas a encontrar muchas fotos y cartas de él a tu
mamá. Cartas que nunca leyó.
-Pero abuela, ¿nunca lo buscaste?
-Ay, Gabito…
Y está vez fue
ella quien dejo escapar lagrimas sin romper en llanto.
-Es que tenía miedo.
-¿Miedo de qué?
-De que me dejara sola.
-Ay, abuela. Nunca te pregunté por eso mismo, para que no tengas
miedo.
-Gabito, somos dos paparulos.
-Sí, abuela.
-Me parece que es hora de que vuelvas a la cama, es muy tarde.
-Sí, abuela.
Y fue hacia la
pieza y se metió en la cama, ella lo arropó y cuando estaba por irse le hizo
una última pregunta.
-Gabito, ¿extrañas mis tortas?
-¡Casi tanto cómo a vos!
Ella volvió a
sonreír.
-En el sótano junto a las fotos de tu papá, vas a encontrar mi libro
de recetas.
-Gracias abuela
Y se durmió.
Nunca extraño a una madre porque
tuvo abuela.
Y ahora a su abuela. Y a su madre. La misma persona.
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